CUANDO
se largó a llover, buscó algún reparo; pero las casas, pegadas hombro con
hombro, carecían de cualquier gesto amable. Entonces descubrió que había un
paraguas en medio de la calle. De tres zancadas llegó hasta él, lo abrió y
volvió sobre sus pasos. Era un buen paraguas, como los de antes, con asta y
mango de madera. Agradeció su suerte y caminó sin apuro. Poco le importaba que
ahora lloviera a cántaros: bajo aquel paraguas la lluvia le parecía una cosa
lejana, que sucedía en otra parte. Al cabo de unas cuadras notó que un hombre
caminaba a la par de él, pero en la vereda de enfrente, y que no llevaba
paraguas. Apretó el paso, y el otro hizo lo mismo. Aminoró la marcha, y el otro
volvió a imitarlo. Bufando, se detuvo y se acercó al cordón de la vereda. El
otro también se acercó. Y de repente se sintió intimidado por aquella mirada
aviesa y sin fondo. Aun así, se cargó de valor.
—¿Qué
quiere? —le dijo.
—No
se trata de lo que yo quiera, sino de lo que usted me va a tener que pedir —le
respondió el otro, y desapareció al amparo de un relámpago.
Poco
después, al llegar a su casa, el hombre intentó, primero, cerrar el paraguas, y
luego, como no lo conseguía, dejarlo en la calle. Mas ahora el mango era una
mano que oprimía con creciente fuerza a la suya. Azorado, apartó la vista, y
volvió a ver al otro, en la vereda de enfrente, jugando con un bisturí entre
los dedos de su única mano.
Entonces,
dejó de llover.
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