MIENTRAS
resolvía a disgusto ecuaciones de primer grado, un castillo diminuto se
desplazó desde una esquina a otra de mi escritorio. Instintivamente miré hacia
la biblioteca. Faltaba un libro. Me puse en pie y el castillo saltó al suelo y
se encaminó hacia la puerta. «¡No temas!», le dije, «sólo quiero saber si sos
el castillo del mago Howl». Una luz intensa brotó de su interior. «¡Calcifer!»,
exclamé, y el demonio de fuego que alimenta el hogar y mueve al castillo,
volvió a palpitar con fuerza. Entonces le pregunté por Sophie, por Howl, por
Michael…; debí de abrumarlo, porque el castillo marchó hasta el libro de Diana
Wynne Jones —oculto bajo mi almohada— y se zambulló entre sus páginas. El splash me empapó la cara de palabras. Angustiado,
me apresuré a leer: «En el reino de Ingary, donde existen cosas como las botas
de siete leguas y las capas de invisibilidad, ser el mayor de tres hermanos es
una desgracia». Parecía que todo estaba en orden, así que cerré el libro y lo
coloqué de nuevo en la biblioteca. Durante varias semanas no ocurrió ningún
otro incidente. Pero una tarde, al volver de la escuela, faltaban dos libros de
mi biblioteca. Uno era, lógicamente, «El castillo ambulante»; del otro no tuve
ni idea hasta que, a lomos del mismo, el castillo apareció con una niña a
través del espejo.
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