A AQUELLAS
primeras gotas sobre el espejo supuse que las había salpicado yo mismo, como de
costumbre, mientras me cepillaba los dientes. Pero a aquellas otras que habían
comenzado a mojarme la cabeza y el torso, no podía, obviamente, atribuirles
dicho origen. Entonces levanté la vista hacia el cielo raso. Una muchedumbre de
nubes grises y negras lo enmascaraba por completo. Atónito, y con el cepillo
aún entre los dientes, me refregué los ojos. Al abrirlos, las nubes no sólo
permanecían allí, sino que ahora dejaban caer una cortina de agua tenaz y
gélida. Me enjuagué la boca y salí del baño escoltado por la lluvia. A medio
camino de la puerta de calle, me sorprendió una letanía de relámpagos y
truenos. Corrí el trecho que me faltaba, introduje la llave en la cerradura y
procuré, una y otra vez, hacerla girar. Pero la llave se rompió, y al arrojarla
al piso me percaté de que el agua me llegaba hasta las rodillas; y subía y
subía. Desesperado, busqué el auxilio de las ventanas del living, el comedor,
la cocina…
Una
hora después, mientras me encontraba haciendo la plancha a escasos centímetros
de las nubes, la lluvia cesó tan inesperadamente como había comenzado. Suspiré
de alivio. Lo que aún no sabía era que el agua iba a demorarse una semana en bajar.
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