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El arte de escribir: ¿minicuentos o minificciones?
«Ha llegado a maestro aquél que tras recorrer el camino viejo
ha aprendido el nuevo».
Confucio
COMO APRENDIZ, cada vez que encaro la tarea de escribir un microtexto, poco y nada me importa si ha de ser una minificción, un minicuento, una estampa o una fábula. Mi objetivo se centra sólo en una cosa: tratar de hacerlo de la mejor manera posible dentro de mis limitaciones. Limitaciones que al menos en lo técnico (el talento ya es otra cosa) se deben ir conquistando una a una y con paciencia.
Ahora bien, si en el acto creador no me interesan las clasificaciones ni las fronteras ni los corsés, también es cierto que, además de escribir —y reescribir y desechar, por supuesto—, el proceso de aprendizaje conlleva una nueva forma de lectura y relectura a través de la cual uno, ineludiblemente, comienza a percibir diferencias entre los distintos tipos de textos. De estas diferencias surge una clara división de aguas entre el minicuento o microcuento por un lado y la minificción o microrrelato por el otro.
EL MINICUENTO responde a la estructura clásica —y por siempre vigente— del cuento: principio, nudo y desenlace. Difiere de éste tan sólo en su extensión; pero cuidado: un minicuento no es un cuento resumido, un extracto, una síntesis; es un cuento completo al que le han bastado 100 ó 200 palabras para vivir. El minicuento, digamos, ha existido desde siempre. Un ejemplo de minicuento —de mi autoría— es el siguiente:
LA BESTIA
SE SENTÓ junto a la fogata con el Winchester 66 calado entre los brazos. Pasaría la noche en vela. Si la bestia se atrevía a manifestarse, la llenaría de agujeros. A medianoche, el frío lo obligó a liberar una de sus manos del «Yellow Boy» para poner un poco de agua a hervir. Cuando su garganta acogía el primer sorbo de café, los arbustos se agitaron. Antes que la taza tocara el suelo, disparó. Una mano emergió entre el sotobosque acompañada de una súplica. Sin dejar de apuntar, le ordenó a la voz que se mostrase. Al ver a la chica, bajó el rifle. Entre sollozos, aquélla le contó que tras arrojarla, su caballo había huido. Hacía horas que deambulaba a merced de la bestia. El hombre no supo cómo disculparse por lo acontecido, pero «treinta descuartizados en seis meses le meten miedo a cualquiera», dijo, mientras dejaba el Winchester a un lado para vendarle el brazo. «Treintiuno», replicó la joven en el justo instante en que las nubes desvelaban la blanca redondez de la luna…
LA MINIFICCIÓN, en cambio, consta de otras peculiaridades: una de las principales es su carácter transgenérico e híbrido que le permite confundirse, por ejemplo, con el boletín noticioso:
CLÁUSULA IV
De Juan José Arreola
Boletín de última hora: En la lucha con el ángel, he perdido por indecisión.
O su carácter marcadamente intertextual o metaficcional, como en el siguiente caso de mi autoría:
OTRO FINAL
PRIMERO fue una golondrina la que se arrojó a picotear una de aquellas piedritas blancas; luego, se animó otra, y enseguida otra y otra… Al final todas habían dado cuenta de las píldoras desperdigadas sobre la floreada hierba de la campiña. Unos metros más allá, con la mitad del cuerpo bajo el carruaje volcado, el doctor Jekyll volvía en sí, sólo para observar cómo una miríada de buitres iban cerrando su círculo en torno a él.
A las características señaladas —de una lista harto extensa— habría que agregar: utilización de un lenguaje depurado y paródico, ambigüedad o polisemia, elipsis, fragmentariedad, desenlace sorpresivo, contrastes temporales, lógica desviada, apelación al absurdo, contenido paradojal, un comienzo in media res, etcétera.
Debido a estas particularidades es que suele decirse, y con justificada razón, que la minificción demanda un lector activo, dispuesto a que en su mente el eco de lo leído persista a pesar de su brevedad (al menos en el caso de que dicho texto funcione). A mí me gusta pensar que: «Una minificción es aquélla que arranca cuando concluye su lectura».
MINICUENTO Y MINIFICCIÓN, no obstante sus diferencias, comparten una característica común: la brevedad. Con respecto a ésta no existe un claro consenso. Por ejemplo, en Ficticia el límite de los textos no debe superar los 1400 espacios, que traducidos a palabras son unas 240, aproximadamente. En lo personal prefiero ubicar la frontera —siempre teniendo en cuenta que éstas son difusas— en unas 300 palabras. En cambio hay quienes alegan que un micro nunca debiera pasar de los 200 vocablos. Aunque comienza a prevalecer la idea de que tanto una minificción como un minicuento deberían estar contenidos en una página; es decir, en un solo golpe de vista. Pero como todos sabemos hay minis que superan holgadamente ese límite y siguen siendo minis. Porque más allá de que los teóricos traten de encorsetarla, la minificción nació —hace ya un siglo— transgresora, lúdica y experimental: una especie cuya belleza reside en gran medida en su indomabilidad.